El coining, el tiempo
Está Sue en plan metafísica / nostálgica últimamente, y me ha recordado uno de los episodios más deliciosamente curiosos de mi vida: la aparición del coining.
Resulta que teníamos una asignatura de libre configuración en la Facultad de Educación de la Complu, llamada Literatura, Cine y Educación, cuyo profesor era un senecto docente de cuyo nombre no me acuerdo y cuya asignatura era virtualmente inexistente: daba una charleta y luego había que hacer un trabajo que nada tenía que ver con eso para aprobar. Four credits. Tres hurras por la enseñanza pública.
El caso es que vimos el percal enseguida. Los periodistas somos gente de natural avispada si se trata de evitar responsabilidades y ocupar ese tiempo en ocio sin valor. Y vimos que había que acercarse a las clases pero no quedarse: mi memoria, frágil, me hace recordar que íbamos, pasábamos lista y salíamos del aula con una impunidad antológica. Incluso recuerdo que una vez había un vídeo (salía Leopoldo María Panero, no os digo más) y nos escapamos por la puerta de atrás de la manera más Torete que se pueda imaginar.
Localizamos un bar aledaño, no sé por qué, que se llamaba Iron Bar (pronúnciese Irombar, nunca Áirombar). Estaba en una especie de soportales y no tenía nada de particular. Y cuando digo nada quiero decir nada. Debían ser las cuatro de la tarde cuando teníamos aquella clase, y apostaría a que era en viernes. Tomábamos pacharanes y pasábamos el tiempo. Simplemente pasábamos el tiempo.
Nos inventamos un juego, llamado coining. No sé en qué consistía, pero había que golpear en plan chapas monedas de duro. Y era absurdamente divertido. Hacíamos tan poco que mi amiga Klint llegó a decir, mientras con una brizna de hierba golpeaba a otra: "No estoy jugando al hockey sobre hierba. Estoy jugando al hockey con hierba".
Se nos pasaba la tarde entera ociosos perdidos, se nos hacía de noche en el Iron Bar, y nos íbamos a cenar a casa para quedar por la noche unas pocas horas después. Realmente nos encantaba jugar al coining y vaguear, pero nunca le dimos el valor que tenía aquello.
Hoy mataría por una tarde libre a la semana en la que volver al Iron Bar, jugar, hablar, pasar el tiempo sin mayores preocupaciones. Cuando los analizo creo que fueron algunos de los mejores ratos de mi vida. Y cuando ahora pienso en hipotecas, en preocupaciones de todo tipo y en las ganas que tienes de crecer y hacer cosas cuando estás en la universidad, más me doy cuenta de lo bueno que era aquello. Y no era nada, simplemente pasar el rato. Vivir.
El Mundo de Quic, el Mundo de Quic. Marcha marcha, es genial.